Francisco Gil es un informático de 49 años, su mujer es psicóloga social y tiene un año más. Pero ella no quiere dar su nombre. Nunca imaginó vivir algo parecido, de tal forma que delega el relato de los hechos en su marido. El matrimonio tiene tres hijos y los dos mayores (21 y 18 años) se han ido de casa por la misma causa: el pequeño Pablo (llamémosle así). Porque el pequeño Pablo es el gran dilema. Cada noche, el matrimonio cierra su habitación con un candado para evitar una agresión de su hijo menor: tiene un 88% de discapacidad, un trastorno del espectro autista (TEA) y problemas de conducta. En otros casos, la situación puede ser gestionada por los padres, pero no en el caso del pequeño Pablo, que no es tan pequeño: tiene 16 años, mide casi dos metros y pesa 100 kilos. Por eso cuando enfurece es una fuerza de la naturaleza complicada de dominar. En los últimos siete meses, Francisco Gil puede mostrar cuatro partes de lesiones, dos denuncias a la policía municipal y tres hospitalizaciones psiquiátricas por las agresiones sufridas de su hijo.