Sin tierra para poner los pies

Cuando el pasado diciembre unas fuertes inundaciones me pillaron en el coche pensé que iba a morir. Ocurrió en la maltrecha nacional que une Cáceres y Badajoz; llovía tanto que dejamos de distinguir la frontera entre el cielo y la tierra, pues la cascada procedente de las nubes se fusionaba con los ríos recién formados que ocultaban el alquitrán; por miedo a quedarnos atrapados, mi pareja, al volante, dio la vuelta y, sólo después de atravesar una última balsa de agua que amenazaba con engullirnos, aún taquicárdica pero ya a salvo, avisé a la policía: ¡cortad la puñetera carretera! Minutos más tarde, supe que el vigor de la corriente había arrastrado un tramo, provocando el gran socavón que mantendría a las dos capitales de provincia incomunicadas durante meses.

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