Mi raza

Cuando algunas personas vuelven de un sitio que les ha resultado exótico —Egipto, la India— dicen cosas como “Ellos no comen carne”, o “Ellos van a la playa vestidos”. Ese “ellos” marca una frontera: son eso que no comprendo, que admiro —o desprecio— pero que pertenece a un linaje humano que no es el mío. Siento que ese movimiento de colocar al otro en una esfera casi inhumana es el que hacemos los adultos cuando hablamos de niños y adolescentes: como si fueran una especie distinta a la nuestra, en ocasiones un poco fallada, a la que hay que arreglar. “Ellos se sienten incomprendidos, ellos se sienten desprotegidos, ellos sienten ansiedad y estrés”. Solo en España, según la Fundación ANAR, los niños y adolescentes atendidos por ideación suicida se multiplicaron por 23,7 en la última década. Reaccionamos con pánico, horror, incomprensión: ¿cómo alguien tan joven, con toda la vida por delante? Es extraño que el padecimiento psíquico a esas edades nos resulte incomprensible. Todos pasamos por ahí: si llegamos a ser adultos, alguna vez tuvimos 12 años. La imagen perfecta de la soledad es la de una persona pequeña en el patio de un colegio, aterrada y padeciendo humillaciones que nadie percibe, que a nadie pueden contar y que, cree, no terminarán jamás. Las vírgenes suicidas, de Jeffrey Eugenides, comienza con el intento de suicidio de Cecilia Lisbon. Tiene 13 años. Se ha cortado las venas. Los sanitarios la salvan. El doctor Armonson le acaricia la barbilla, le dice. “¿Qué haces aquí, guapa? Si todavía no tienes edad para saber lo mala que es la vida”. Y Cecilia Lisbon responde: “Está muy claro, doctor, que usted nunca ha sido una niña de 13 años”. En estos días de tanta muerte joven no dejo de pensar en esa novela. En cómo podríamos decir: “Hola, parezco muy mayor pero dentro de mí vive una persona de trece años que todavía sueña con fantasmas. Soy de tu raza. Aquí estoy”.

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